1950
«Ser matrona es el oficio más bonito del mundo», dice Angelina Martínez, aunque tenga que estar disponible las 24 horas
Tres aldabonazos resuenan en la madrugada de Dos Hermanas. La puerta del número 14 de la calle Pedro Parias (Romera) ha sido golpeada por el puño nervioso de un hombre. Se enciende una luz en el interior de la casa. Una mujer asoma en camisón. “Mi mujer se ha puesto de parto”, dice el hombre. “¿Cuando empezaron los dolores?”, pregunta ella. “Hace una hora”. “Bueno, mientras me arreglo ve llamando al municipal”, le apremia ella. El diálogo es breve, preciso, diríase que mecánico, pues se repite con frecuencia. Así vienen al mundo los niños en 1950. Todo el pueblo sabe dónde vive la matrona. Y Angelina Martínez sabe que ha de estar disponible las 24 horas.
Dar vida en una chabola
Por eso, ella y su marido dormirán en los años sucesivos en la planta de abajo y los niños (tendrán cuatro) en la de arriba, para no despertarlos cuando vengan a buscarla de madrugada. Pero en este momento que narramos, el matrimonio solo tiene a María Rosa. El marido, José María, regenta una bodega cerca de la estación y también debe madrugar para poner los cafés, así que la partera, antes de salir, ha envuelto a su hija de cinco años en una manta y la ha dejado con su vecina María Pérez, de los “Chaparrejos”, con quien solo unas horas antes ha estado en la puerta tomando el fresco en sus mecedoras, comiendo pipas y viendo salir de la cooperativa a los panaderos después de meter el pan en el horno.
El parto es en La Vereda del Garaje. Las tres sombras atraviesan El Arenal, cruzan la vía del tren, dejan atrás los almacenes de Carbonell y Armando Soto. La Venta “La Viña”, una choza camino del cementerio, se vislumbra a lo lejos. Hay charcos en las calles de terrizo, que el municipal va iluminando con un farol. La parturienta gime dentro de la chabola, rodeada de familiares y vecinas. Angelina toma las riendas de la situación. Sabe lo que hay que hacer. “¡Todo el mundo fuera!”, ordena a los que rodean a la mujer. “¿Habeis calentado agua?”, pregunta. Y bajo la luz de un triste candil, habla con firmeza y anima con dulzura a la parturienta y hace lo que mejor sabe: ayudar a ver nacer la vida. Porque Angelina Martínez Ariza siente que la suya es la profesión más bonita del mundo.
Ha sido un niño. En esta ocasión no ha cobrado nada por su servicio. Mala suerte. La familia era pobre de solemnidad. Por fortuna, esta vez no ha habido complicaciones (la semana pasada tuvo que acudir a un parto en medio de un olivar) y no se ha visto obligada a llamar al médico.
Le encanta su oficio, la gente la para por la calle dándole las gracias, le hacen regalos, pero es agotador. Extenuada y con la espalda dolorida por haber atendido al parto agachada, regresa a casa y descansa un rato. Mientras coge el sueño, su cabeza no para de reinar. Ha escuchado decir a sus compañeras, Lolita y Amalia, que pronto abrirán en Dos Hermanas una Casa de Socorro con su sala de Maternidad. Ojalá sea pronto, y se puedan atender los partos con mejores condiciones higiénicas y se pueda llegar mejor a final de mes. Mientras tanto, va a solicitar un teléfono para que le puedan dar los avisos y, si ella y su marido pueden ahorrar, algún día le gustaría tener una moto para llegar más rápido a las casas. Pero de momento son solo sueños…
El carabinero que enamoró a la chica de la pensión
En 1930, cuando Angelina tenía 13 años, la vida compensó la muerte de su madre con la aparición de un hada madrina. En la pedanía donde se crio, “La Chica Carlota” (Córdoba), había una maestra soltera muy encariñada con ella y con su hermana Estrella, a las que vio capacitadas para estudiar. Propuso al padre llevárselas con ella a Málaga para criarlas y que estudiaran allí. Y el padre aceptó.
Primero su hermana, y después Angelina, estudiaron para matronas. Su primer destino fue Puerto Real. El azar quiso que, en la pensión donde se alojaba aquella linda morena, coincidiera algunas tardes con un apuesto joven de uniforme que iba allí a tomar café. Se llamaba José María Ballesteros Sotillo. Nacido en una pedanía de Puebla de Sanabria (León), al estallar la guerra trabajaba en el ferrocarril y estaba afiliado a la CNT. En 1936 los falangistas fueron a matarlo, pero el cura del pueblo, Don Patricio, lo encierra en la ermita y le salva la vida. José María es enviado a la guerra con las tropas de Franco, aunque se llevó tres años en Los Montes de León sin pegar un solo tiro. Regresa al pueblo, no ve futuro, y decide seguir el camino de sus hermanastros, que trabajaban en Sevilla. Primero se empleó en una zapatería y más tarde ingresó en la Guardia Civil, cuerpo al que se entraba con más facilidad si se había sido soldado de los nacionales. Como carabinero (o vigilante de costas) fue destinado a Puerto Real. Allí cruzó su mirada con Angelina. Fue un flechazo. Corría 1943 y, solo un año después, salían entre una lluvia de arroz de la iglesia de Dos Hermanas, donde la hermana de Angelina, que tenía aquí plaza de matrona, le había pedido que viniera para ayudarla en los partos. El matrimonio se instaló aquí para siempre; ella continuó de matrona aunque él dejó el cuerpo y regentó varios bares, el último el Bar Esperanza.
Donde hizo más dinero fue en el ambigú del cine de verano. Se le ocurrió vender agua fresca en un cántaro a los clientes del cine. A una perra gorda el vaso.