1981
Durante años descargó del tren, mientras los nazarenos dormían, las pijotas y acedías que luego se venderían en la Plaza de Abastos
Si hay alguien en Dos Hermanas por cuyas manos hayan pasado todas las llaves que la Plaza de Abastos ha tenido desde su inauguración, ese es Antonio Cano. Ni él mismo sabría calcular si ha pasado más horas entre los puestos del mercado que en su propia casa.
Es de madrugada. Mayo de 1981. Entre los muros del viejo mercado nazareno, con más de medio siglo de historia (fue inaugurado en 1930), retumba la voz clara de Juanito Valderrama. Antonio enciende el transistor para que le haga compañía en las largas noches de guarda en la plaza. Sentado en su mecedora, se entretiene confeccionando jaulas de madera para pájaros y, si escucha algún ruido, llamará a los municipales. No sería la primera vez que entraran a robar.
Sardinas en hielo picao
Cuando se cansa, a veces recuesta la cabeza y recuerda todos los años en que, todavía siendo un chaval, era el encargado de traer el pescado fresco hasta la Plaza de Abastos. Lo hacía incluso cuando la plaza estaba todavía ubicada en Los Jardines, frente al Ayuntamiento.
Dos Hermanas aún dormía cuando, con su carrillo de mano, iba hasta la estación a esperar el primer tren de Cádiz. Descargaba las sardinas, las pescadas que, entre hielo picao, llegaban de El Puerto de Santa María en cajas de madera. Con unas cadenas, se enganchaba el carrillo a la cintura y se encaminaba a la plaza. Por la puerta lateral entraba y colocaba el pescado en los puestos. Después, ayudaba a los pescaderos (Maera, Eustaquio, Abelardo…) a montar sus mostradores. Le pagaban con propinillas y con el propio género. Esa es la razón por la que en su casa, otra cosa sí, pero boquerones y acedías frescas nunca han faltado. A su vecina Pura, muy necesitada, tampoco le faltó nunca una acedía si él podía dársela.
Aún no se atisbaba el alba cuando, con su carrillo de mano, portaba por las oscuras calles nazarenas las sardinas con hielo picao recién llegadas de Cádiz
Cuando ya se casó, y sus hijos crecieron, muchas mañanas se cruzaba con ellos cuando se dirigían al colegio y él iba ya de recogida a su casa, en calle Reposo, siempre ataviado con su eterno mono azul cogido con pinzas por el pernil para evitar las manchas de pescado.
Ya se vislumbra el amanecer. Se escucha algo de ajetreo afuera, en el Bar Nicasio. Comienzan a llegar los tenderos, y su función de guarda ha terminado por hoy. Se tomará una copita de aguardiente en el Bar Esperanza, donde charlará con sus amigos sobre los progresos de su Betis y las últimas faenas de “Paquirri”, y a buen seguro alguien le recordará, con guasa, la que se formó ayer cuando, con una guita, Antonio le sacó una muela a un amigo muy dolorido. Después se acostará y mañana… sera otro día.
Y su mujer … huevos y garbanzos
Antonio Cano Bernal nació en Espera en 1911. Su padre, de profesión cabrero, emigró a Dos Hermanas siendo Antonio muy pequeño. Tenía tres hermanas mayores: Rosario, Mariana y Teresa. A su novia, Cristina Pizarro Palacios (natural de El Pedroso), la conoció en la Plaza. Su padre era el guarda de Huerta Sola, y allá que se iba él a pelar la pava. Cuando ya se casaron, Cristina trabajó una época de deshuesadora en un almacén y más tarde montó en la Plaza (véase la foto) un puesto de gallinas, huevos y garbanzos, que ponía en remojo en un caldero con sal la noche anterior. De esta manera, el matrimonio tuvo que dividirse: él trabajaba de noche y dormía de día, al contrario que ella. En la foto, Cristina está acompañada, además de por sus huevos y garbanzos, por su hijo Manolo. Su otra hija se llama Cristina, como ella.