Ascensión Gil: “Este año cumplo un siglo, pero quiero irme ya con mi marido”

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Ascensión Gil
Aunque algo sorda de un oído, Ascensión se encuentra fenomenal cuando está a punto de cumplir 100 años. Nunca montó en avión, y lo más cerca que estuvo de uno fue en una jura de bandera a la que le invitaron. El lugar más lejano en el que ha estado es Sevilla y, un día, la playa de Estepona, experiencia que no le gustó. De la vida de hoy le sorprende lo de los móviles. “Antes nos llevábamos tres meses sin vernos ni saber de nadie”.

Tiene la dentadura perfecta, come pringá y no tiene achaques. Para ella, el coronavirus es un obstáculo más que esquivar en su dura vida

El próximo 20 de noviembre, Ascensión cumplirá 100 años. Mantiene intactas la memoria y la dentadura, y aunque se ayuda de un andador, se mueve con relativa agilidad. Y lo más sorprendente: no padece enfermedades graves. Le digo que con esa salud de hierro no llegará a los 100, sino a los 200, y contesta que no, que tiene ganas de morirse: “Espero que sea verdad que los muertos se reúnen, quiero volver a estar con mi marido”.

Anda nerviosa con esto de la epidemia. Se asoma a su ventana de las “Casas Baratas” y ve las calles desiertas, patrulladas por la policía, y su memoria la devuelve a los duros años de la guerra. Pero el coronavirus no podrá con ella. Está bien atendida por sus hijas. Sus seis nietos y ocho bisnietos no la visitarán mientras se prolongue este estado de alarma. Sería injusto que un virus consiguiera lo que un siglo de penalidades no ha podido.

¿Quién puede contar que dio a luz sentada, apretando al borde de una cama, con las piernas sobre sendas sillas y sin asistencia médica? Así parió a sus cuatro hijas, aunque a una de ellas nadie la esperaba. Corría 1950 y estaba embarazada de mellizas sin saberlo. “Entonces no había ecografías, ni análisis ni nada, era una casualidad que por allí apareciera un médico”, dice. “Al salir el bebé y expulsar la placenta, me arreglaron con un cernadero, pero me seguía doliendo. Y es que venía otra”. Aquella otra niña falleció a los siete meses “de unas calenturas”.

Anda nerviosa con esto de la epidemia. Se asoma a la ventana, ve las calles desiertas y a la policía, y le trae recuerdos de la guerra

Ascensión nació en Ubrique pero pasó su juventud en una finca en el campo (“La Sevillana”), a tres horas en burro desde Prado del Rey. Todos sus recuerdos son de aquella existencia rural, donde por no haber no había ni escuelas. “Un recovero que pasaba por mi casa me preguntó si sabía leer, y al día siguiente se presentó allí con una cuartilla. Así aprendí todas las letras”. Su madre murió en 1929 (tenía Ascensión ocho añitos), dejando huérfanos a siete hijos: tres hembras y cuatro varones que fueron todos a la guerra “aunque volvieron sanos”. Hoy, ella es la única que sobrevive de la familia.

“Hace un golpe de años” (concretamente 57) llegó, con su marido y sus tres hijas, a Dos Hermanas. En el pueblo de Algar, adonde se trasladaron desde Prado del Rey, les dijeron que este era un lugar próspero donde había trabajo para las mujeres.

Una grata casualidad

Llegaron en 1963 y por 20.000 pesetas compraron una casa en calle Faisán. Su marido fue a pedir trabajo a un paisano de Prado del Rey: José Cabezuelo, que tenía un almacén de aceitunas en la carretera. A quien no se esperaba encontrar allí, trabajando de encargado, era a Laureano, un niño que ella y su marido criaron de pequeño y del que no volvieron a saber más. “Era un niño de una familia muy numerosa del campo. Se me presentó como un cochinillo de sucio. En la panera lo lavé con un estropajo, le puse un colchón en un poyete y allí se durmió. Le cosí ropa nueva y se crió con mis hijas”. Así eran las cosas antes.

Encontrarse allí a Laureano fue un golpe de suerte, una buena manera de comenzar una nueva vida en Dos Hermanas. En aquel almacén empezó a trabajar la mayor de sus hijas. Más tarde, al enviudar, Ascensión se dedicó a vender en su propia casa chorizos, morcillas y jamones que le traía un familiar de El Bosque. Se hizo muy popular. Pero todo eso son recuerdos lejanos. “Ya no queda viva ninguna de las vecinas que había aquí en la calle cuando llegamos”, dice. Y suspira. Y sonríe.

“Nos casamos a las seis de la mañana para que no nos pusieran cencerros”

Ascensión GilAscensión Gil Jaén y Manuel Hinojo Cortés (la foto es de 1970; ella con 50 años, él con 57) se casaron en Prado del Rey el 13 de febrero de 1942 a las seis de la mañana. “Pusimos esa hora para que los amigos no se enteraran y no nos pusieran los cencerros de los recién casados, como era la costumbre”. No hay foto del enlace. Se conocieron ocho meses antes. Como tantas parejas, en la plaza del pueblo. Manuel saludó al novio de su amiga. “Si no estorbo, me pongo al lado de esta muchacha”, refiriéndose a Ascensión. Y al domingo siguiente se presentó en el campo donde ella vívía. “Que me he enamorao de ti”, fue todo lo que le dijo. Se hicieron novios, pero ella le dejó clara una cosa: “Me caso cuando quieras, pero antes de la boda no me pones ni un dedo encima”. El muchacho cumplió a rajatabla, aunque cuando por fin la tocó lo hizo con gran puntería: a los nueve meses exactos de la boda nació Ana, su primera hija. En 1947 vendría María, y en 1950 las mellizas Ascensión y Manuela.

Pero a Manuel le pasó factura la guerra, en cuyo frente de batalla había luchado tres años. “Vino enfermo de la pleura y de úlcera de estómago debido a las penalidades que sufrió en las trincheras. Desde los aviones les tiraban latas con carne de caballo”. A pesar de su enfermedad, trabajó de guarda en la fábrica de latas. Se marchó pronto, en 1972, con 59 años. “Fue el único hombre de mi vida y con él fui feliz; nunca tuve un disgusto, aunque no me gustaba que fumara. Desde que me quedé viuda he sufrido mucho, he tenido muchos pretendientes, pero he salido adelante sola”.