Juan José Jiménez cambió el pupitre del colegio por el mostrador de la botica de Carballido, donde lleva 47 años. Antes de jubilarse nos confiesa sus sueños
El próximo lunes, 13 de febrero, comienza para Juan José Jiménez Monge una cuenta atrás con la que ya soñaba hace tiempo. Cumple 62 años. En la Seguridad Social ya le han hecho las cuentas. Se jubilará el día que cumpla 63, es decir: le quedan 365 días para abandonar el mostrador que lleva atendiendo 47 años: el de la centenaria farmacia de Carballido, en calle Canónigo.
¿Qué vas a hacer cuando te jubiles dentro de un año?
Quiero que me de tiempo a vivir, porque con este horario de mañana y tarde estoy muy quemao y no me da tiempo a nada. Voy a leer mucho, voy a viajar y por supuesto me voy a ver de cabo a rabo la Semana Santa del 2024, tanto la de Sevilla como la de Dos Hermanas. Y a ver si puedo aprender, aunque sea un poquito, a tocar el piano.
Tendrás que comprarte uno…
¡Ya lo tengo! Lo vi una vez en un anticuario hace 25 años, lo compré, y allí está en mi casa, cogiendo polvo.
¿Cuando empezaste a trabajar?
Con siete años ya estaba despachando en el kiosco de mi padre. A él le conocían como Pepe “El Dulcero”. Vendía chucherías y juguetes de madera en la puerta de la Plaza de Abastos.
¿Entonces vienes de una familia humilde?
Una familia muy pobre, pero en ella había magia. Nunca me hizo falta nada. Vivíamos en una casa de vecinos en Cantaelgallo, donde siempre olía a dulce porque mi padre hacía garrapiñada. Recuerdo que yo movía el cacharro donde se hacía el piñonate.
¿Tenías vocación de farmacéutico?
Ninguna. A mí me gustaba el periodismo. Entré en la farmacia por necesidad, con 14 años, porque hacía falta un mancebo. Con los años me reconvertí en auxiliar técnico de farmacia.
¿Te acuerdas de tu primer día de trabajo?
Fue un cambio radical en mi vida. Imagínate cambiar el colegio por un sitio donde olía a formol y penicilina. Los primeros años no atendía al público. Me quedaba dentro con la recepción de los pedidos y clasificando recetas. Me sirvió de práctica para entender los garabatos que eran las letras de los médicos, para aprender a colocar los medicamentos por orden en las estanterías y, dentro de estas, por riguroso orden alfabético.
¿Cual fue el primer consejo que te dieron?
La farmacia era el centro social y cultural del pueblo. Siempre había médicos, ATS, curas… era un lugar de conversación. Por eso me dijeron: “Vas a escuchar muchas cosas. Al salir de la farmacia, debes olvidarte. Son cosas íntimas que ni te van ni te vienen”. Y eso he hecho toda mi vida.
¿Cómo era la farmacia antes?
La farmacia ha cambiado al mismo ritmo que la sociedad. Yo entré en junio de 1975, con Franco todavía vivo; en mi nómina ponía todavía lo de “Jefe del Estado Español”. No estaba este mostrador. Se despachaba en una mesa con la piedra de mármol. Se hacían fórmulas magistrales, supositorios, lociones del pelo. Vivíamos en un mundo aparte que se acabó cuando entramos en la Unión Europea. La clientela también ha evolucionado. Una vez entró una señora pidiendo una caja de aspirinas, y yo le pregunté: “¿Para adultos?”. Y contestó: “No, para personas mayores”. Otra entró diciendo que su señora le había mandado comprar supositorios de nitroglicerina para niños. Y yo le dije: “Señora, ¿no será de glicerina? ¡Como sea de nitroglicerina va a dar el niño un explotío bueno!”. ¡Era otro mundo!
Intuyo que has acumulado muchas anécdotas, ¿no?
¡Miles! Sobre todo con la gente mayor, que es supermágica. Lloran y ríen contigo. Una vez hice el trenecito con tres señoras, y al rato una de ellas volvió porque se había olvidado llevarse el Ceregumil. Al ir a dárselo, salió el bote despedido y lo estrellé contra la puerta. La señora se rio tanto que se hizo hasta pipí. ¡Vamos, que se meó encima! Tuve que ir a por la fregona.
Otra vez a una limpiadora que era asmática le conté un chiste y de la risa le dio un ataque de asma. Se quedó tirada en el sillón, medio ahogada, y tuve que darle Ventolín. Le pegué tal churretazo de espray en la cara que cada vez que venía se reía solo de recordarlo.
¿Consigues, cuando te quitas la bata, que dejen de verte como el farmacéutico?
Imposible. Hasta mis amigos me conocen por “El Boti”, de boticario. Yo quiero mucho a Dos Hermanas, pero me muevo más por Sevilla para evitar que las señoras me paren y me digan: “Juan José, ¿las pastillas que me vendiste sirven para el dolor de garganta?”
¿Lo mejor y lo peor de 47 años en esta farmacia?
Lo mejor es el buen rollo con el que siempre hemos trabajado. Intentamos pasarlo bien y dar un servicio humano. A quien viene con un problema le gusta ser atendido con agrado y que le transmitan tranquilidad. Y eso me lo dice la gente por la calle, agradecida. La parte triste de este trabajo son los clientes que ya no existen. Sus caras nunca se me borran de la memoria.
¿Cambiarías algo de tu vida?
Mi vida no la cambio por nada. Doy gracias por haber nacido en una familia maravillosa y también por formar parte de esta otra maravillosa familia de la farmacia. Cuando yo entré, mi actual jefe, Jesús, tenía solo seis meses y ahora tiene 48 años. Él es el hijo de Cayetano Romero, que entonces atendía al público en la farmacia, cuya dueña era Dolores de la Cuadra, viuda de Manuel Carballido, el que inauguró la farmacia. Y ellos son mi familia, son mis niños, no hacen nada sin preguntarme. Si me jubilo es solo porque estoy cansado, pero seguro que vengo a verlos todos los días. Los que me importan en esta vida son los tres niños de Cayetano, mis dos hermanos y mis sobrinos. ¡Soy capaz de matar por ellos y venir disfrazado de Mister Scrooge para hacerlos reír!