Quiso ser torero, pero la guerra truncó su sueño. Herido de gravedad en el frente, volvió con vida y se dedica a vigilar los campos y haciendas de Dos Hermanas
Apoyado el codo derecho en la barra de Casa Murube, sin ocultar su mano mutilada (perdió el dedo corazón en la guerra) Antonio Blanco Muñoz, conocido como “Blanco el rural”, ya ha terminado su turno de mañana. Es hombre de parar poco en casa. Ha soltado la bici (el caballo lo vendió hace tiempo) en su casa de calle Tarancón y, eso sí, sin quitarse su uniforme de guardia rural que le acredita como agente de la autoridad (chaqueta de botonería dorada, sombrero de ala ancha) se ha plantado en este bar de calle Canónigo, su segunda casa. También frecuenta Casa Morante (en calle Pachico) y La Resbalaera (en Antonia Díaz).
Hoy es 22 de octubre de 1953. Alguno de sus amigos, al verlo entrar, le ha hecho una broma sobre lo serio y envarao que iba el domingo, delante de la carreta de Valme, y le ha querido quitar el sombrero. Pero Blanco, con eso, no admite bromas: ni se toca ni se juega con su sombrero.
Al contrario que otros días más tranquilos, en los que se limita con su compañero Juan a recorrer caminos y vigilar las fincas del término de Dos Hermanas, la mañana ha sido ajetreada. Ha llevado correspondencia de la Hermandad de Labradores a una hacienda (por eso hay quien le llama “el cartero del campo”), de allí se ha ido a un cortijo a tomar parte del robo de unas vacas, y se ha encontrado, al despuntar el alba, a un hombre en un manchón cargando un saco sospechoso. “¿De donde vienes?”, ha inquirido. “De recoger papas”, ha contestado el hombre. Antonio ha confirmado que no son robadas y ni siquiera ha hecho ademán de coger el mosquetón “disuasorio”, ese que lleva amarrado con una correa en la barra de la bici.
Herido por balas de guerra
Al acabar el segundo vaso de vino le asaltan la memoria otras armas que sí tuvo que disparar: las de la guerra. Tenía 26 años. Como sabía de caballos, se presentó voluntario a la Policía Montada. Una bala le hirió en la toma de Lopera y, ya como sargento, fue nuevamente herido en el frente de Peñarroya en 1937. Sobrevivió. Curiosamente, una mala fiebre fue la que le salvó la vida: en la terrible batalla del Ebro (40.000 muertos en un solo día), al sargento Blanco, convaleciente en las trincheras, le pasaron literalmente por encima los carros de combate republicanos, arrasándolo todo. Le dieron por muerto. Al tiempo, salió del camastro, se presentó entre la humareda y, al verle, sus soldados creyeron estar ante un fantasma: “¡Pero sargento Blanco! ¿Tú no estabas muerto?”
Aquellas noches de luna llena
Desecha esos malos recuerdos. Nunca los menciona. Cuentan que vino muy cambiado del frente. “No quiero que vivais nunca algo así. Es lo peor que hay”, le dice a sus hijos. Se pide otro chato. Prefiere conversar de la actualidad, mejor si es de toros. Porque él quiso ser torero. Precisamente el estallido de la guerra le pilló toreando en un festival en El Bosque. Les costó trabajo entrar en Dos Hermanas, porque el coche pinchaba continuamente y tuvieron que llenar las cubiertas de la ruedas con pasto. En las noches de luna llena, daba sus capotazos en el cerrao de La Corchuela. En una de esas se le enganchó la muleta en la maleza y lo revolcó el toro. Por la mañana, al guarda, al verlo magullado, le dio tanta pena del chaval que no lo denunció.
Lo que más le gustaba era torear ante sus paisanos. Con 20 años, en 1929, actuó en una novillada en la plaza del Matadero, en El Palmarillo, y en 1934 coincidió con un incipiente Pascual Márquez en La Pañoleta. “¿Adónde vas, Blanquito?”, le decían. “Ahí voy a torear con Pascualillo”, se jactaba él. Ese día hizo una gran faena con revolcón incluido. Hoy, abandonado el sueño de ser torero, le ha pinchado uno con guasa: “¡Blanco! ¡Anda que toreabas tú igual que Pascual Márquez!”. Y él ha contestado: “Él toreaba mejor, pero lleva muerto desde el 41 y yo estoy aquí tomándome un tinto”. Y se ha pedido el tercero.
Siempre le han gustado los animales. Hasta hace poco tenía en el corral de su casa una becerra, pero un día le dio una corná a su mujer embarazada (por fortuna, sin consecuencias) y se deshizo de ella.
En 1940, tras regresar de la guerra, se casó con Trinidad Jiménez Juan y se trasladaron a vivir a la marisma, donde trabajó de capataz de ganado vacuno hasta 1947, año en que se vinieron al pueblo. Vivían en una choza; el ganado estaba suelto. Cuando venían a herrarlos, Blanco, por su envergadura y fuerza, se encargaba de “encunar” a la vaca (cunarla de frente y meterse entre los cuernos) y en esa posición tirarla al suelo para que los otros la herraran. Por esa faena le pagaban cuatro o cinco pesetas, una ayuda oportuna en los años de penuria.
Ahora, como guardia rural, su sueldo es de 2.000 pesetas al mes. Su mujer compra a ditas y, como tienen un campito de olivos en La Serrezuela, hace unos días, antes del Valme, han recogido la aceituna, han cobrado y han pagado en la panadería de La Almona. Por eso hoy Blanco el rural está especialmente contento y le dice a Murube que él convida a otra ronda.