Desde que se inició como aprendiz con 17 años, lleva más de medio siglo atendiendo a su clientela con pasión por la profesión
La tapicería es una de esos oficios que en Dos Hermanas sobrevive a duras penas. Posiblemente estemos ante la última generación de este gremio y, posiblemente, acertemos al decir que Braulio Vargas es el último tapicero de Dos Hermanas. No es que la gente no tenga sofás en sus casas; sí los tiene, pero igual que se compran se desechan: no se reforman, no se arreglan, no se retapizan. Se compra uno nuevo y listo.
A sus 72 años, Braulio aún no ha soltado el patacabra, la herramienta esencial del tapicero que se usa para desclavar. Ya está jubilado, pero entra y sale echando una mano a sus dos hijos, Carlos y Braulio Tomás, que han aprendido el oficio. Ha perdido la cuenta de cuántos tresillos, butacas, cabeceros o sillas han pasado por sus hábiles manos desde que abrió su negocio propio. “Fue en 1973, un año importante en mi vida”, me cuenta. “Ese año me casé, me compré un Seíta y abrí la tapicería”. Primero en Reyes Católicos, más tarde en calle Lope de Vega y por último en Alcoba, fue saltando de un local de alquiler a otro (siempre con Fernando Macías como compañero) hasta que, en 1991, pudo comprar una casa vieja en calle Alcoba. Derribó los muros y la convirtió en la nave de trabajo que se aprecia en la fotografía y que permanece abierta actualmente. “Entonces había más competencia”, recuerda. Existía una cooperativa, “Tapizados Valme”, formada por excompañeros suyos que, como él, habían trabajado antes en Tapizados Ortega. Su seriedad en las entregas y su meticulosidad en los acabados le han permitido mantener la confianza de la clientela hasta hoy. Es la mejor herencia que deja a sus hijos: la fidelidad de los clientes.
Soy bético hasta la médula, aunque antes fui sevillista. Lo probé pero no me gustó, por muchos títulos que gane
A este jerezano de nacimiento y nazareno de adopción, el tour de la vida le llevó por Cumbres de San Bartolomé (el pueblo de sus progenitores) y Almodóvar del Río antes de llegar a Dos Hermanas, donde su padre encontró trabajo en el cebador de cerdos de Los Merinales. Braulio es un hombre hecho a sí mismo. De chaval se buscó la vida como camarero, en las oficinas de una empresa de aceite y otra de fontanería en Sevilla, y hasta de botones llegó a trabajar en el Círculo de Labradores. Por fin, con 17 años, sus manos se posaron sobre su primer sofá: se colocó de aprendiz en “Santa Ana”, una tapicería en la carretera de La Isla. Por entonces -corría 1965 – se trabajaba con puntilla y martillo. “Se podía emplear un día entero para fabricar un sofá. El relleno se hacía con vegetal”. Por suerte, pronto se incorporaron, primero, la gomaespuma (desplazando el relleno vegetal), y más tarde la grapadora y el compresor, y “hoy un sofá puede terminarse en dos o tres horas”.
“David, no olvides poner ahí que soy bético…aunque antes fui sevillista”, me dice cuando ya me iba. Con esa afirmación capta mi atención, vuelvo sobre mis pasos y me recita de corrido la alineación del Sevilla (con Achúcarro, Campanal y compañía) y me explica: “Fui sevillista hasta los 14 años porque no me llevaron antes a ver al Betis. Cuando fui, me enamoré del equipo de las 13 barras y me hice bético hasta la médula. Puedo decir que no me gusta el Sevilla porque ya lo probé… ¡por muchos titulos que gane!” Dicho queda.
El Betis es su pasión, y también lo es pasar tiempo con sus seis nietos. Además de sus dos hijos varones (que se incorporan al gremio), tiene dos hijas, Rocío y María Victoria, los cuatro fruto de su feliz matrimonio con la nazarena Victoria González Ramos.
La increíble historia de la butaca que escondía 160.000 pesetas
Desde que abrió su negocio en 1973 han sido muchas las anécdotas que ha vivido Braulio. En alguna de ellas se le alteró el pulso, como aquel sábado en que fue a recoger una butaca en el supermercado de La Moneda. Al llegar allí, no estaba el señor que le hizo el encargo, pero sí su señora, que le señaló el mueble y le dijo que podía llevárselo. Lo que no sabían Braulio ni la señora es que, escondida bajo el cojín, estaba la recaudación semanal del supermercado: nada menos que 160.000 pesetas metidas en un sobre. Braulio dejó la butaca en su local, con la intención de tapizarla al lunes siguiente. Lo que no sabía es que el dueño del supermercado llevaba buscándolo todo el día por Dos Hermanas, muy nervioso y alterado. Cuando lo localizó, le preguntó por el dinero y Braulio contestó que no sabía nada de ningún dinero. Fueron de nuevo a la tapicería y el señor se lanzó de cabeza sobre la butaca. Al encontrar el sobre con todos sus billetes debajo del cojín, fue lo más parecido a una aparición de la virgen. ¡Ambos suspiraron aliviados!
En otra ocasión se encontró, entre las costuras de un sofá, una cadenita de oro con su medalla. Al devolvérsela a la propietaria del sofá, esta ni se acordaba de la cadena. Hacía años que la había dado por perdida y ni por asomo se le había ocurrido que estaba alojada en las tripas del sofá.