Encarnación del Valle trabajó muy duro en los almacenes para sacar adelante a su familia. También montó una tiendecita en el salón de su casa. A sus 90 años, goza de buena salud
Aunque el 4 de febrero cumplió 90 años, Encarnación del Valle Blanco se mueve con la agilidad de una jovencita en su casa de la barriada de La Victoria. Es una de las pocas mujeres aceituneras que van quedando en Dos Hermanas.
¿Tú también fuiste una niña del suelo?
Ese fue mi primer trabajo en el almacén de Miñoto, con 13 años. Pero después pasé a ser rellenadora y he trabajado en La Lagunilla, en Huerta Casanova, Castuera, León y Cos, Lissén… en casi todos. También trabajé en el pimiento, en la Huerta del Cuerno.
¿En qué consistía?
Los pimientos venían ya asados. Les quitábamos la cabeza y los echábamos a unas espuertas. De ahí se lo llevaban a los almacenes para el relleno, que es en lo que más he trabajado yo.
Había que estar atenta para evitar el poyetón.
¿El poyetón? ¿Qué era?
Las rellenadoras teníamos que doblar en dos la tirita del pimiento y empujar con el dedo para meterlo en la aceituna deshuesada. Pero a veces no lo doblábamos y el pimiento entraba de pie. Cuando llenabas un plato, si detectaban que había dos o tres así, te echaban el plato para atrás y había que arreglarlo. Eso era el poyetón.
Echabais muchas horas en aquellas naves. ¿Cómo era el ambiente entre las compañeras?
El ambiente era bueno, pero no nos convenía hablar mucho porque trabajábamos por cuenta. Las aceitunas que ibas rellenando se echaban en un cajón, se pesaban y te daban una ficha. A la salida ibas a la ventanilla y te cambiaban las fichas por dinero.
¿Cómo se combatía la humedad?
Camino del almacén, yo iba todo el tiempo echándole aire a mi copita para que se encendieran las ascuas. “¡Échame una ascuita, échame una ascuita!”, le decía yo a las demás. Ya en el almacén, me salían hasta cabrillas en las piernas. También sufrían mucho las manos, sobre todo con la gordal, porque la metían en un barril con nieve para que no se estropeara y así tan fría y dura era muy difícil rellenarla.
¿Te casaste muy joven?
Me casé en 1956, con 21 años, con mi único novio, José Rodríguez Mesa. Yo me crie en la calle Madrid y él también vivía allí en La Jarana, en unas casitas que llamábamos “el patio de banderas”, junto al cine de los “espelucaos”. En la boda, yo iba vestida de negro, estaba de luto por mi padre. Nos casamos a las ocho de la mañana porque éramos pobres. Fíjate si éramos pobres que nos fuimos con los padrinos al Bar Nicasio, nos pedimos unos churros y tuvimos que dejarle a deber un duro.
Tuviste 8 hijos. ¿Cómo compaginabas el trabajo con la crianza?
Los siete primeros los tuvimos en el Barrio de San José, y la última ya en esta casa. Mi marido tenía asma y lo poco que podía hacer era vender papeletas de los inválidos, así que yo no tenía más remedio que trabajar en los almacenes.
Muy temprano cogía a los cuatro chicos y me los llevaba de reata a la guardería de Huerta Palacios. De allí me iba corriendo, calle Alcoba arriba, para el almacén de Huerta Casanova (Serra Pickman). A los pequeños les daban de comer en la guardería, pero los cuatro mayores salían del colegio y se iban a la casa a mediodía, así que yo le pedía permiso a mi encargada para que me dejara salir antes de que tocara la campana de la una. “¡Déjame salir un poquito antes, Ángela!”, le decía yo sin que se enteraran las otras. Y así podía ir a casa y darles de comer. A las dos volvía de nuevo al almacén y a las cinco, cuando salía, recogía a los pequeños de la guardería. ¡Yo solo deseaba que me llevaran al hospital para estar tranquila un día!
¿No tenías diversiones?
¿Diversiones? ¿Sabes cuales eran mis diversiones? ¡Lavar y lavar! Cuando acostaba a los ocho, me ponía a lavarles la ropa para el día siguiente.
¿Cómo lavabas?
A mano en un caldero, en un lebrillo o donde fuera. Yo compré la lavadora cuando ya tenía seis o siete niños. Era de esas que se le echaba la ropa por arriba. Así que un día le dije a mi marido: “No puedo con esta carga, Pepe”. Y entonces decidimos montar una tiendecilla aquí mismo.
¿En este salón?
Sí, mi marido puso ahí un mostradorcito y vendíamos garbanzos a granel, chícharos, aceite, café, melones, lejía… de todo un poco. Uno de Castilleja nos traía dulces y tortas de Inés Rosales. La puerta de la casa estaba todo el día abierta de par en par, la gente entraba y salía. Para darle el pecho a mi bebé, me ponía ahí en la cocina con una cortina para que no me vieran.
¿La gente pagaba bien?
Bueno, antes no era como ahora y la gente dejaba fiao y pagaba cuando iban cobrando. Algunas me dejaron el ronchón. Una vez, una se fue cargada de aguardiente, coñac, mantecados… y nunca me pagó. Esa está ya muerta. A otros los pillé metiéndose cosas en los bolsillos.
¿Has sido feliz?
Regular de feliz.
¿Qué pides a la vida?
Vivir dos o tres años más, estar bien de la cabeza y disfrutar de mis 19 nietos y mis 23 biznietos.
¿Tienes algún sueño incumplido?
Me hubiera gustado tener una casa grande con una buena cocina.