1930
Desde que, en 1922, se hizo cargo del exorno de la carreta, la ha embellecido con detalles como las flores de papel o las bombillas
Ahora que pasó la década de los años veinte, tan a la moda francesa, justo es reconocer que también nuestras tradiciones se impregnaron algo de “glamour”. Cuando, en el Valme de 1921, Diego Justiniano Lamadrid contempló por primera vez la Romería de Valme, exclamó: “¡Qué fea es la carreta, por Dios!” Le acompañaba José Agustín Baena de Léon, tesorero de la hermandad, quien le preguntó cómo sería el exorno de la carreta si de él dependiera. A los pocos días, Diego llamó a un carpintero, dibujó unos esbozos y, con el visto bueno de la hermandad (que ya desde dos años antes tenía en mente una renovación del exorno de la carreta), comenzó a trabajar en su “pequeña revolución”. Fue así como un (hasta entonces) forastero, que solo llevaba aquí ocho meses, comenzó su idilio con Dos Hermanas y con Valme, una historia de amor que revolucionaría la estética de nuestra romería y que daría comienzo, además, a una nueva tradición entre los nazarenos: la de, desde junio o julio, reunirse en familia para hacer la flor rizada.
La revolución de las flores
La carreta que Diego Justiniano vio en 1921 era más bien una “carroza”, un templete gótico de madera dorada, caóticamente adornado con guirnaldas, flores contrahechas, macetas de pilistras y hasta candelabros con velas. Para la romería de 1922, él concibe una nueva y espectacular estructura, en nada parecida a la anterior, y convierte la carreta en un verdadero trono para la Madre de Dios: un friso superior, con techo soportado por ocho columnas (rotas magistralmente con cestos de mimbre), combinación de líneas rectas y curvas… y el toque mágico: flores de papel, no naturales como hasta entonces. En esta faceta recibió la inestimable ayuda de la camarera de la Virgen de Valme, Elena Molina de la Muela (prima de su esposa). Aunque aquel 22 de octubre de 1922 amaneció lluvioso y con seria amenaza de suspensión, finalmente la Virgen salió de Santa María Magdalena. Una mueca de asombro y admiración se dibujó en los rostros de los nazarenos que vieron salir aquella original y bellísima carreta.
Diego Justiniano, considerado desde entonces casi como un artista de culto en Dos Hermanas, ha ido desplegando su ingenio creativo año tras año, añadiendo pequeñas variaciones a su idea primigenia: friso rectangular, variedad en las flores y en la combinación de colores, diseños innovadores en las ruedas, introducción del arco de medio punto, empleo de elementos naturales (incluidas palomas sujetas a los pies de la Virgen, como en la foto), farolitos colgantes… sin olvidar un complemento que transformó sobre todo el camino de vuelta: la iluminación eléctrica (“a la veneciana”) de la carreta con cientos de pequeñas bombillas.
Diego nació en 1870. Le deseamos salud y larga vida para que siga engrandeciendo la Romería de Valme, que ya ha cambiado para siempre.
Orgulloso de su sangre italiana…y siempre con su pajarita al cuello
En el salón de su casa de la calle Nuestra Señora de Valme cuelga un gran cuadro con el escudo de armas de los Justiniano y esta leyenda: “Uno de los 28 apellidos de la Serenísima República de Génova”. Si alguien le pregunta, se muestra orgulloso de su ascendencia italiana. Sus ascentros llegaron a Sevilla al calor del oro americano y él llegó a Dos Hermanas para retirarse tras su jubilación: para el asombro de sus vecinos, percibía una pensión de dos duros diarios. Su padre fue gobernador de Cádiz, y su abuelo Manuel, poeta.
Diego fue jefe de negociado de la Diputación de Sevilla. Una vez pasó un verano con su familia en Dos Hermanas (donde vivía una prima de su mujer) y le gustó. Tras jubilarse en febrero de 1921, trajeron los muebles de su casa en la sevillana plaza de Doña Elvira y se estableció aquí con su esposa, Teresa Guitard Torre, y sus hijos Carmen, Luis y Dolores. Mientras que su esposa no se ha adaptado al pueblo, y apenas sale de casa (ni siquiera va a la romería), a él se le ve mucho por las calles, sobre todo en el casino.
Todos los martes por la tarde va al Bar Plata (en La Campana, en Sevilla), a tomarse un café con un primo. Eso sí: siempre de punta en blanco, con su cuello y puños almidonados, y su eterna pajarita o corbata.