Tuvo nueve hijos, pero no dudó en adoptar otro y en acoger a un niño huérfano de Cerro Blanco. Fue un ejemplo de solidaridad en tiempos muy difíciles
Muchos de los nazarenos apellidados Morales son nietos, bisnietos o tataranietos de una mujer extraordinaria: Dolores Cuéllar Marín. Todos en Dos Hermanas la conocían como “La Copá” por ser la esposa de Juan Morales, “El Copao”. Murió sobre 1958, por lo que quien la conoció en persona debe superar ya los 70 años.
La primera referencia que tuve de ella me la dio la centenaria Ana Marín. Cuando fui a entrevistarla me dijo que “La Copá” había sido “la mujer más buena y solidaria que había pisado Dos Hermanas”. Explicó que, aun teniendo ya diez hijos y vivir con su marido en una mísera habitación de una casa de vecinos, Dolores no dudó en hacerles un hueco a ella y a sus dos hermanas cuando la madre de las tres tuvo que dejarlas solas en el Barrio San José para ir a Ronda, donde le sorprendió el estallido de la guerra civil. “Cuando Dolores se enteró de que nos echaron del barrio por ser forasteras y estar sin nuestra madre, fue a por nosotras tres. Como era agosto y se podía dormir al raso, sacó a sus seis hijos varones al patio de la casa de vecinos y nosotras dormimos dentro”, recuerda Anita, emocionada.
Con el tiempo, varios nietos de La Copá (Teresa, Manuel, Dolores, Rosario…) me han ofrecido más datos de su abuela, a la que recuerdan “bajita, con el pelo recogido en un roete y siempre vestida de luto”. “Era un pan de Dios”, recalca Teresa. “Siempre ayudaba a todo el que se le acercaba. Se sentaba a coser en la puerta y le decían: “Dolores, hazme este pespunte” o “Hazme este remiendo”, y ella a todos ayudaba gustosa y sin pedir nada”. “Cuando mi abuelo se emborrachaba en el pueblo, lo subían a un borrico, y el perro lo guiaba hasta la casa. Ella nunca le reñía al verlo llegar así; solo se aseguraba de que él le diera el dinero que ganaba porque había que alimentar a los 10 niños. Y nunca pasaron hambre, a pesar de aquellos años de tantas necesidades”.
Y es que Dolores parió a nueve hijos pero crio a diez: Antonio Moscosio, el añadido, fue un niño al que el matrimonio conoció un año mientras vendimiaban en Sanlúcar de Barrameda: “Entonces mis abuelos tenían tres hijos”, recuerda Manuel. ”Un chiquillo se acercó a Los Copaos y no se separaba. Incluso se acostaba por las noches junto a ellos, con todos los aparejos. El niño no tenía madre, y su padre tenía un montón de hijos más. Le cogieron cariño y se lo llevaron, y el padre verdadero ni preguntó por él. Se convirtió en otro hijo de Los Copaos. Con el tiempo volvieron a ver al padre y este les dijo que se lo quedaran, que tenía muchos y al ser viudo no podía con todos”. Por cierto, además del adoptado Antonio, los nueve hijos se llamaban Pepe, Juan, Consuelo, Francisco, Joaquín, Dolores, Frasca, Manuel y Antonio. O sea, había dos Antonios: el natural y el adoptado.
Aquel sanluqueño no fue el único al que Dolores recogió. También se quedó con una nieta (Amparo) cuya madre murió (el padre, Juan, se volvió a casar y dejó a la niña con la abuela), y acogió a otro niño de nombre José: “Había un niño en el Cerro Blanco, huérfano desde los cinco años, al que cuidada una tía. A los 15, mi abuela lo recogió en su casa. Como el roce hace el cariño, aquel niño se enamoró de Consuelo, una de las hijas de La Copá, y acabaron casándose. Y gracias a eso nacmos yo y mis hermanas, porque Consuelo y José fueron mis padres”, desvela Teresa.
Una habitación para once
Juan Morales y Dolores Cuéllar eran de Utrera. Ella estaba tan unida a su madre que, una semana antes de cada parto, se iba hasta Utrera para ser atendida por su madre en el alumbramiento. La profesión de él, arriero, lo llevaba con sus borricos de un lado para otro, transportando uvas o aceitunas de las fincas. Juan consiguió trabajo en Lugar Nuevo, la hacienda situada por detrás de donde hoy está La Motilla. Vivían en una casa de vecinos en la calle Cabo Noval que otra de sus nietas, Rosario, recuerda así: “Al entrar había un patio largo con un pozo, y las habitaciones estaban a los lados. Mis abuelos vivían con sus diez hijos en una sola habitación. Los retretes comunitarios estaban fuera; la cocina, muy pequeñita, también, y al fondo las pilas de lavar”. Con el tiempo consiguieron uno de los solares que el Ayuntamiento ofrecía más allá de la esquina Pepe, y vivieron el resto de su vida en una choza en la calle Cerro Blanco nº 40, frente a la capilla de La Amargura (donde hoy se alza el colegio Fernán Caballero). “Recuerdo que mi abuelo echaba albero con una rastrilla en los baches de la calle para que pudiera salir a procesionar la Virgen de la Amargura”, señala Manuel. “La choza tenía el suelo de tierra, dos dormitorios y un comedor con un palo grande de madera en el centro. Del techo, que era de paja, mi abuela colgaba con un gancho una bolsa con el chocolate para que no alcanzáramos. Para ir a la cocina había que salir a la calle. Mi abuelo metía los borricos por un pasillo lateral hasta el corral, que estaba al fondo de la choza”.
Cuando los hijos se fueron emancipando, Dolores cuidó de sus 12 nietos. Por la mañana, las hijas se iban a trabajar a los almacenes de Lissén o La Lagunilla y los hijos a la cantera del Ratón o a la construcción. “Ella se levantaba, hacía sus buenos potajes o sus guisos de papas y se ponía a barrer la puerta. Siempre estaba risueña. Se reía mucho”.
Sin embargo, su carácter afable y solidario no podía ocultar la gran pena que arrastraba: la muerte de su hijo Manuel en 1946. “Manuel trabajaba en la Alquería del Pilar. Fue a la guerra, enfermó, se lo llevaron a un hospital y estuvieron más de dos años sin saber de él. Al poco volvió y murió”.
Dolores “La Copá” falleció con 70 años, tras una repentina embolia cerebral. 65 años después, su ejemplo permanece vivo en la memoria de sus nietos y en todos aquellos en los que sembró su semilla de bondad. Sirvan estas líneas de pequeño homenaje.