Fue de los primeros en dar clases en el colegio de La Moneda. Ahora se dedica a pasear, a leer y a descansar tras 36 años en las aulas
Formó parte del primer equipo de maestros que en 1979 inauguró el colegio Enrique Díaz Ferreras, en La Moneda. Raimundo López de la Oliva fue un docente intachable, “un caballero de los pies a la cabeza”(nos cuentan), querido y respetado por alumnos y compañeros. Este manchego enamorado de Andalucía impartió clases a tantísimos alumnos que, cuando le paran a saludarlo por las calles, a muchos ya nos lo recuerda.
Después de diversos destinos como maestro, llegó usted a Dos Hermanas en 1979 y aquí se quedó para siempre. ¿Por qué?
Buscábamos algún lugar cerca de Sevilla para que mis hijos fueran a la Universidad. Cuando elegí Dos Hermanas, no sabía ni que existía, solo sabía que estaba cerca de Sevilla. Vinimos a pasar la tarde para conocerla. Llovía a cántaros. Cuando vi los institutos, los trenes y los servicios que tenía, dije: “¡Esto es lo que yo estaba buscando!”. Somos felices en Dos Hermanas.
Tiene usted 91 años, nació en 1930. ¿Cómo vivió la guerra?
Yo nací en el mismo pueblo en el que, según Cervantes, nació Don Quijote: Argamasilla de Alba (Ciudad Real). Soy el menor de cinco hermanos, ya todos han muerto. Mi padre tenía un horno de pan. De la guerra recuerdo que estaba jugando en la calle con mis amigos y llegó un miliciano que nos dijo: “¡Niños, venga, a vuestras casas, que ha empezado la guerra!”
¿Es cierto que estuvo a punto de dedicarse al sacerdocio?
Sí. Yo era monaguillo, y con 12 años entré en el seminario. Tras ocho años estudiando, debía tomar la decisión. “¿Sigo o no sigo?”, me preguntaba. Tenía 20 años, sabía que debería cumplir unos votos, entre ellos el de castidad. Y decidí salirme. En mi familia supuso un disgusto horroroso.
¿Y qué hizo después?
Me tocaba hacer la mili y el azar me llevó a Ceuta. Andalucía me cautivó. Aquí descubrí otra forma de ser y un buen clima. ¡En Castilla la gente es muy seca y te salen sabañones en la manos del frío!
¿Por qué decidió ser maestro?
Me planteé qué hacer con mi vida y me gustaba el Magisterio, porque se parecía al sacerdocio. Estudié tres años en Cádiz. Me convalidaron los ocho del seminario. De más de 50 asignaturas, solo tuve que estudiar las de Ciencias. Cuando hice las primeras prácticas, sentí que me gustaba trabajar con niños.
El azar le llevó a Cádiz, y Cádiz le llevó al amor…
¡Así fue! Mientras estudiaba, costeaba mis gastos dando clases de latín, y vivía de pensión en pensión, así que le pedí a un amigo que me buscara una habitación en casa de alguna familia, para tener un sitio fijo donde vivir. Y resultó que aquel amigo era el padrastro de Raquel, la que sería mi esposa. De hecho, me dieron la habitación que ocupaba Raquel, y ella tuvo que irse a otra.
¿Fue un flechazo mutuo?
¡Sí! Cuando reuni a sus padres para decirle que estábamos enamorados, me dijeron: “Ya nos hemos dado cuenta de que te gusta la niña”. Nos casamos el 6 de enero de 1960. Yo llevaba ya dos años de maestro en mi primer destino, que fue Chipiona. En el viaje de novios, que hicimos a Madrid en Semana Santa, un guardia civil que iba en el tren nos pidió la documentación, y al comprobar que Raquel era menor de edad, nos dijo que nos bajáramos en la siguiente estación, que era Manzanares. Yo no tenía forma de demostrar que era mi esposa. Fue cuando caí en enseñarle un justificante que demostraba que yo era maestro, y nos dejaron seguir el viaje. Ser maestro era ser alguien.
Estuvo 36 años de servicio entre 1958 hasta que se jubiló en 1995. ¿Dónde ejerció?
En Chipiona estuve siete años, después La Barca de la Florida, Jerez, La Algaba y Dos Hermanas.
Se jubiló, pero no se jubiló…
Exacto, porque seguí vinculado al colegio unos 8 o 10 años más debido al teatro. Me gustaba adaptar obras para los niños e incluso escribirlas.
¿Con qué se queda de una vida dedicada a la docencia?
Tengo claro que si volviera a nacer volvería a ser maestro. Fue un acierto. Siempre he intentado enseñar con dedicación y respeto. Recuerdo claramente la sensación de mi primer día de clase en 1958. Entré en el aula y se me quedaron mirando fijamente todos los alumnos.
¿Recuerda alguna anécdota?
Muchas. Recuerdo que por las tardes en el colegio estaban permitidas las clases de permanencia, pero no las particulares. Yo estaba dando clases particulares de latín y eso estaba prohibido. ¡Y entonces llegó el inspector! En la pizarra había escrito yo un texto de César y se me olvidó borrarlo. El inspector se quedó mirándolo pero no dijo nada. Al salir, le dijo al director: “¡No sabía yo que los niños de Chipiona saben latín!”
Han tenido cinco hijos: Mari Trini, Raimundo, María Raquel, Maite y Javier.¿Hay alguien en su familia que se dedique como usted a la enseñanza?
Mi hija mayor es maestra en Huelva y mi nieta primogénita, Maite, ejerce de maestra en Salteras.
¡Un placer charlar con usted y larga vida, Don Raimundo!