El gran secreto que guarda Dos Hermanas: sigue intacto el último patio de vecinos

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patio de vecinos
Vista actual del patio de vecinos. En primer plano, el pozo. Al fondo, la puerta principal. A ambos lados, las 7 viviendas.

Hubo casi 40 en el centro del pueblo: una puerta principal, un gran patio con pozo, viviendas pequeñas y un solo baño para todos

A pesar de la gran transformación urbana sufrida por nuestra ciudad, Dos Hermanas aún guarda entre las calles de su centro histórico pequeños tesoros del pasado. En una calle que se encuentra a diez minutos caminando desde Los Jardines (y cuyo nombre no mencionamos por deseo expreso de sus propietarios, que temen a los “ocupas”), nos abren las puertas del último patio de vecinos que aún no ha sido engullido por el progreso. 

En un artículo de la Revista de Feria de 1993, “Corrales de vecinos de Dos Hermanas”, sus autores (María José Cardona, Mari Carmen Gómez y Francisco Álvarez) reseñan la existencia de al menos 38 de estos patios en nuestra ciudad, la mayoría de ellos desaparecidos en los años 70. Por una serie de circunstancias, este en el que estamos se encuentra milagrosamente intacto, tal cual lo dejaron sus últimos inquilinos hace 50 años: siete viviendas (todas de alquiler) de dos habitaciones, con techos de madera y cubierto por tejas, pozo en el centro del patio, y baño y cocinas al fondo a la derecha. Si hacemos un ejercicio de imaginación e ignoramos las hierbas, el desplome de techos y resto de castigos del tiempo, le invitamos a hacer un pequeño viaje al pasado.

Siete familias, un patio

“En el patio vivíamos siete familias: Dolores la de Manolé, Frasquita, el Ponce, la Turronera, la Macarrema…. a esta vecina la recuerdo muy bien porque iba a darnos una vuelta por la noche cuando mi madre tenía turno de noche en la fabrica de Yute”, nos cuenta Mari Carmen Cabrera, que nació aquí mismo en 1951. “Antes que yo, aquí nació mi hermana, en 1946. Mis abuelos, que vinieron de Olvera, ya vivían aquí. Vinieron porque eran muchas hembras y aquí había trabajo para ellas en los almacenes”.

En su recuento de vecinos, Mari Carmen ha mencionado a Ponce, cuyo hijo, Antonio, nacido en 1964, recuerda así algunas vivencias del patio de vecinos: “En invierno, cuando llovía, entraba agua por el techo, y mi padre nos echaba a los cuatro un plástico por encima del cobertor de la cama para que no nos mojáramos al dormir. En verano, metía las sandías y los melones en el agua del pozo para que estuvieran fresquitas”. 

Hasta que, con el paso de los años, se instaló un grifo comunal en la entrada del patio, el agua disponible era solo la del pozo. Mari Carmen recuerda que “no servía para beber ni para guisar porque tenía mucha cal y los garbanzos se ponían muy duros. Mi madre me mandaba con una cántara a casa de una vecina de otra calle para que nos la llenara de agua. La del pozo se usaba para fregar en los lebrillos, para llenar los calderos de chapa donde nos lavábamos y para mojar las sillas por la noche”. Ante mi cara de sorpresa, me explica que su madre “le echaba un cubo por encima a las sillas para que apretaran la madera, ya que por las noches crujían y se movían”. El agua del pozo también se usaba para el váter, que no era más que “un poyete con un agujero donde nos poníamos en cuclillas. De papel usábamos los periódicos que traía uno de los vecinos, Manolé, que era municipal y que por cierto murió al pillarlo un tractor en una cabalgata. A mí me gustaba limpiarme con la cara de Franco. Como éramos tantos y solo había un váter, había que estar pendiente hasta que se quedaba vacío. La señal era la puerta: si estaba abierta, estaba libre”. 

De noche, escupideras

Por las noches no se iba al baño. Mari Carmen nos explica la razón: “La puerta principal del patio no estaba cerrada, solo se atrancaba con un guijarro grande, así que podían entrar desde la calle. Como no había luz y estaba muy oscuro, a las mujeres nos daba miedo. Lo hacíamos en la escupidera y por las mañanas echábamos el pipí en el agujero del baño”.

“Todas las familias éramos gente humilde, pagábamos 20 pesetas a la propietaria, María Hidalgo, que venía todos los meses”, recuerda Antonio. “Mi padre trabajaba en Carbonell y mi madre en León y Cos. Cuando no estaban, las vecinas ponían un caldero al sol en la esquinita de mi casa y me lavaban hasta que mi madre volvía”. Mari Carmen resalta la buena convivencia entre vecinos. “Todas las vecinas baldeábamos el patio y blanquébamos nuestras casas. En las tardes de verano, nos sentábamos en la puerta a charlar y tomar el fresco”.

Las casas solo tenían dos habitaciones: una para salón y otra para dormitorio. No había tele ni radio. “Los techos de madera tenían chinches y por las noches bajaban y nos picaban. Mi madre echaba Orión y cerraba las ventanas”, recuerda Mari Carmen. Cada vecino tenía su cocina al fondo del patio, junto a las piletas de lavar. “Era un poyo de hornilla de carbón con un lebrillo enterrado, para enjuagar los platos y las ollas”.

El teléfono del actual propietario, Manuel Serrano, es 695 92 17 15.