Filomena Barbero: “Lloré durante veinte años por volver a Dos Hermanas”

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Filomena Barbero
Filomena, hoy, con 93 años.

La nazarena que, siendo una niña, vio cómo ardía la iglesia en 1936 y que por trabajo tuvo que inventarse una vida en Asturias

Filomena Barbero se montó en un tren a Asturias en 1950 y no regresó a Dos Hermanas hasta 20 años después. Se le humedecen los ojos al recordar cómo lloraba en el Bar Turri al ver pasar a la Virgen de Valme, el año de su regreso.

La historia de la nazarena Filomena Barbero López (93 años) es la opuesta a la de tantas miles de familias que hallaron en Dos Hermanas un trabajo y un hogar. Ella tuvo que irse. Su marido, Juan Manuel Domínguez Botello (con quien se casó en 1948), se colocó como serrador en el almacén de Eusebio González. Como las maderas (castaño para los bocoyes de aceitunas, roble para el vino) llegaban de Asturias en bruto, este empresario propuso a Juan Manuel y a su padre trasladarse al principado para que construyeran las duelas en origen y llegaran ya fabricadas a Dos Hermanas. Antes se fue él; más tarde, ella con sus hijos Juan Manuel y Pepe. Los otros dos, Carlos y Concha, nacerían en Asturias.

Ahorrando la mitad del sueldo

Primero en la aldeíta de El Berrón (un año), más tarde en Pola de Laviana (cinco) y finalmente en Gijón (catorce), la aventura asturiana se prolongó veinte años. “No esperaba estar tanto tiempo”, confiesa. “En la aldea la gente me hablaba en bable, no entendía nada, lloraba mucho, sentía una soledad horrorosa, ¡yo no me había ido tan lejos para estar sin familia!”. Poco a poco se acostumbró a vivir echando de menos Dos Hermanas, y la frase “A ver si el año que viene nos vamos” se tornó un deseo recurrente.

Filomena Barbero López
28-7-1963. Playa en Gijón. Rodeando a Filomena y su marido, sus cuatro hijos (desde la izquierda): Juan Manuel, Concha, Pepe y Carlos.

Recuerda que se enfadó mucho cuando su marido compró un televisor, porque era una señal de que la estancia se volvía a alargar. “Yo no quería que mis hijos se casaran allí, eso habría sido definitivo, así que nos pusimos una meta. Mi marido ganaba 4.000 pesetas al mes, de las que ahorrábamos la mitad. Cuando reunimos una cantidad que nos habíamos fijado, nos volvimos”.

Corría 1970. Se fue con dos hijos. Vino con cuatro y veinte años más. Por entonces su padre ya había fallecido (“ni siquiera pude ir a su entierro”) y se fueron a vivir a la casa de su madre. “Cuando vi a mi madre, fui feliz. Por la mañana olía a cisco y a manteca colorá, todo muy distinto a Asturias”. Sin embargo, le pregunto si hoy, 53 años después, se arrepiente de alguna decisión. Y me desconcierta su respuesta: “Pienso que debería haberme quedado allí”, suspira. La vida quizá le trajo algunas desilusiones.

Cartas de amor de un legionario

Conversar con Filomena Barbero es pasar las páginas de un libro de historia de Dos Hermanas. Mientras mantiene en sus manos más de 36 estampas de santos y vírgenes a los que reza diariamente varias veces, me cuenta que fue aceitunera en Armando Soto, Huerta Casanova y Carbonell, primero de escogedora y después ayudando en el pesado. Y le brillan los ojos al recordar cómo se enamoró de Juan Manuel. El chaval, que hacía la mili en la legión en Larache, le escribía cartas sin conocerla, a través de su hermana María, compañera de Filomena en Carbonell y a la que gustaba ejercer de celestina. “Yo nunca contestaba las cartas, no le conocía de nada, pero al acabar la guerra coincidí con él en la iglesia. Me miraba. Al rato, caminando por la calle Real, se fue la luz y se me plantó delante. Soy el hermano de María. ¿Te acompaño?”. Y la acompañó. Para toda la vida. Gracias, Filomena, por contarnos tu historia.

La trastienda secreta del abuelo durante la guerra

El 18 de julio de 1936, Filomena tenía 9 años. Fue ella la primera en levantarse en la casa de la calle El Pinar. Escuchó el tañir de campanas y se asomó al balcón. “Vi llamas en la iglesia y cómo se caía el techo”. Al avisar a su abuela, esta le dijo: “No te preocupes, las campanas serán porque irá a salir una procesión”. Pero enseguida llegó el abuelo, que había salido a hacer la compra para su taberna, y dijo, cariacontecido: “La iglesia está ardiendo. Vengo de allí”.

Filomena Barbero
Manuel López Gómez, el abuelo.

Para que su familia no pasara penurias en los malos tiempos que se auguraban, a Manuel López se le ocurrió levantar un tabique en la trastienda de la casa. Le practicó un agujero y colocó delante una cómoda, para que nadie conociera la existencia de aquella estancia. Incluso fue a Triana a comprar una moldura de yeso idéntica al del resto de las otras tres paredes, para que nadie sospechara del escondite.

Días antes del 18 ya fue avisado por sus proveedores: “Aprovisiónate, que se avecina algo gordo”. Con la excusa de que era para la tienda de comestibles de su esposa, se trajo en el cosario Plaza sacos de arroz, de garbanzos, cajas de galletas, bizcochos, chocolate. A Julián “El Latero” le encargó un bidón con un grifo. “Es para bañar a mis nietas”, mintió, porque realmente era para llenarlo de aceite, y que este nunca faltara. Y aunque en el patio de vecinos de la Casa de los Coches fueron generosos y quitaron mucha hambre, en casa “no se hacía café para que no lo olieran los vecinos”. Aquella despensa fue el gran secreto de la familia.