A este empresario de la aceituna se le ocurrió una idea que le hizo rico: nadie sabía por qué compraba lo que los demás tiraban a la basura
En 2019, con 102 años, falleció José María Troncoso Alanís. En tres ocasiones me entrevisté con él, y hoy quisiera recordarle. “Sin falsa modestia, soy un buen comerciante. Hay quien nace para torero, para futbolista… y yo, ¡yo nací para comerciante!”, afirmaba, convencido. Fue hermano mayor de Valme y en su siglo de existencia vivió múltiples peripecias, pero sobre todo destacó por ser uno de los más avispados empresarios de la aceituna que ha dado Dos Hermanas. En sus dos almacenes (uno cerca de la Plaza de Abastos y otro en las canteras de la calle Esperanza) llegó a emplear a más de 120 obreros, la mayoría mujeres. Fue él quien que me brindó el titular de este artículo; ahora les voy a explicar por qué, después de Colón, él decía “haber descubierto América”.
Era el mayor de seis hermanos. Al terminar la guerra, su padre (que tenía una tienda de tejidos en la calle Santa Mª Magdalena) le regaló 15.000 pesetas para que montara su almacén. En 1945 José María llevó a cabo una operación que le reportó mucho dinero. Tanto, que no necesitaba pedir créditos: eran los bancos los que venían a buscarle. Lo curioso es que, mientras se hacía rico, nadie en Dos Hermanas sabía dónde residía el secreto de su éxito. ¿Quién iba a pensar que su maná nacía de los restos de pimientos que otros almacenes tiraban a la basura?
El dinero que llovió de Puerto Rico
Aunque la mayor parte de sus exportaciones de bocoyes las hacía a Cuba, tras una venta truncada en ese país por un problema diplomático se encontró de pronto con 350 barriles de aceitunas que corrían el riesgo de ponerse en mal estado. Dirigió su mirada a Puerto Rico, “el único país que podía mandar cheques en dólares“. Hasta 28 cartas le envió a un cántabro llamado Antonio Méndez Margot, dueño de una cadena de supermercados, al que quería seducir como cliente. “Le mando las aceitunas para no tirarlas”, escribía Troncoso. “Haga lo que quiera con ellas: véndalas o tírelas al mar, lo prefiero antes de que se estropeen”. Margot le contestó por fin: “Está usted loco, pero mándemelas”.
Cuando se cortaba el pimiento para rellenar la aceituna, sobraba una “mijita” que no servía. Él las compraba y las vendía en Puerto Rico para condimentar el arroz
Cuando José María y su esposa, Antoñita Rodríguez, pusieron pie en el aeropuerto de San Juan en 1945 no sabían que sería el primero de muchos viajes. Fumaron, bailaron y bebieron con Méndez y su esposa. Nació una amistad entre ambas familias, gracias al carácter extrovertido, envolvente y empático de José María. Fue allí, sobre el terreno, donde se percató del extraño uso que los puertorriqueños daban a las aceitunas. Me lo contó así: “Junto a alcaparras y pimientos, las echaban a un pilón donde dos negros lo removían todo. Después metían la mezcla en botes de condimento para el arroz y otras comidas caribeñas”. “¿Te da igual el tamaño de los pimientos que compras, ya que son para hacer un revuelto?”, le preguntó a su amigo. Le contestó que sí. Y entonces se le ocurrió una gran idea: en los almacenes de Dos Hermanas se tiraban al suelo como desperdicio “las mijitas” de pimientos que sobraban cuando una rellenadora introducía el pimiento en la aceituna deshuesada. Así que encargó a sus agentes corredores que empezaran a comprar (por separado y en pequeñas cantidades) esos desechos, de modo que nadie supiera realmente la cantidad de pimiento que llegaba a acumular. Las compraba a una peseta el kilo y en Puerto Rico las vendía a 50, lo que le dispensaba 15 o 20 millones de beneficios al año.
Para que nadie sospechara el origen de sus extraordinarias ganancias, mantuvo en secreto la esencia de su lucrativo negocio. En Santiponce estaba el almacén de Medina Garvey. Le prepararon una vez 200 barriles de medio bocoy con mijitas. Él simulaba que no le interesaban en demasía aquellos desechos y, para disimular, centraba su negociación en la aceituna. Al final, casi con desprecio, incluía a menor precio los barriles de mijitas: era lo que realmente le interesaba.
“Me llamaban el rey de Italia”
Troncoso levantó un próspero negocio. Envasó en cristal. Exportó latas de aceitunas a Venezuela, Colombia, Italia. “Me llamaban el rey de Italia”, me decia. Su hija Pepi cuenta una anécdota. Disfrutaba de una beca de idiomas en Italia y, al entrar en una iglesia en obras en Padua, se sorprendió al ver que los pintores echaban la pintura en una lata del padre: “Aceitunas Nazarenas”. Sus conocimientos de idiomas le ayudaron después para traducir facturas al padre y hacerle de intérprete cuando llegaban clientes italianos.
En 1976, la crisis aceitunera le abocó al cierre, como al resto en Dos Hermanas. Se dedicó entonces a disfrutar y a viajar por todo el mundo. Falleció el 19 de septiembre de 2019.