Juan Cáceres apreció y quiso mucho a Dos Hermanas, a pesar de los problemas que inevitablemente le acarreamos
No sé como tengo fuerzas para escribir este artículo. En él, hablo de una persona tan querida, tan entrañable, tan próxima a mí, con la que he pasado tantos ratos de mi vida, sobre todo, al pie de la Virgen del Rocío, que, de verdad, no sé cómo me atrevo a emborronar unos folios.
Fue Juan Cáceres Cabrera una de las personas más interesantes que he conocido tanto en el campo material como, sobre todo, en el campo espiritual. Pertenecía a dos antiguas familias de la villa de Almonte. Por su padre Carmelo Cáceres García pertenecía a una familia de pelentrines de la villa, por su madre, Francisca Cabrera Márquez, a la nobilísima estirpe de los Cabreras, hidalgos entre los más antiguos y adinerados de Almonte, aunque a estos tiempos no todos habían llegado igual. Tenía dos hermanos: Francisco Javier, ya difunto -padre de Ana, Sandra y Carmen- y Carmen, casada con Luis Aragón Albarrán, padres de María, Alicia y Eva.
Él, aunque su familia poseía un apreciable capital de campo y casas, con una en la villa y otra en El Rocío, que él, por último, habitaba, era un bohemio y no se dedicaba a cuidar sus fincas, ejerciendo el, relativamente humilde, oficio de pintor, con el cual se ganaba el pan y la sal.
En cuanto a su educación, tenía una formación básica, aunque estas eran palabras menores pues era una de las personas más cultas que he conocido y, como los indulgentes lectores comprenderán he tratado a muchas. Lo cierto, es que estamos ante un autentico autodidacta que, a través de aficiones, como el cine, la televisión y, acaso, sobre todo, la lectura, había adquirido una cultura superior que ya quisieran muchos de los que tienen varias carreras.
Juan lo mismo te hablaba de Historia, de Geografía, de Lingüística, de Biología, de Música, de Toros -era un gran aficionado al Arte de Manolete-, por supuesto, de Cocina, de Teología, etc. etc. etc.
También le gustaba viajar, como a toda persona cosmopolita, aunque viajó relativamente poco a lo largo de su vida. Conmigo, y nuestro amigo Manuel Ángel, hizo un sonado viaje a Puerto de Béjar, la tierra de mis mayores, en Salamanca, en la que visitamos todos los alrededores: Béjar, la ermita de Nuestra Señora del Castañar -patrona de la antedicha ciudad y su comarca-, las ciudades episcopales y universitarias de Salamanca -la gran ciudad universitaria con la Pontificia y la Civil-, Ávila, Segovia y Plasencia, la Vera de Plasencia, etc. etc. Una anécdota, que pasó en mi casa de Puerto de Béjar, y que voy a relatar, da idea de su marianismo, sobre todo, centrado en la imagen de sus amores, en la Blanca Paloma de Almonte y Reina de las Marismas, en la Virgen del Rocío. Vio, al abrir la ventana de una habitación de mi casa, en el balcón de enfrente, un pequeño azulejo de la Virgen, de la Patrona de su simpar Pueblo y le dijo movido su corazón a devoción: ‘¡Ay, prenda, que estás en todas partes!’. Eso se convirtió, en nuestra extensa reunión, en un grito de alabanza, a la que es Madre del Verbo, que todos, muchas veces, hemos repetido.
Pero, es hora, quizá, de hablar de sus devociones, ya que ha salido a colación la Virgen del Rocío. Juan, creo que está bien que lo diga, no era un cristiano al uso. Lo era a su manera, que no es mejor ni peor, sencillamente era la suya. Pocas personas han sido más devotas de la Virgen del Rocío. Solía ofrecerle diariamente el rezo del Rosario y el del Ángelus, que en verano, rezaba conmigo en la ermita. Ya sabemos todos, y no hace falta repetirlo mucho, que los dieces del Rosario son escaleras por donde van al cielo las almas buenas. Está todo dicho. En cuanto a la Eucaristía no era tan asiduo pero también asistía.
En cuanto a su relación con el clero, no estaba conforme con las posturas poco evangélicas de los sacerdotes y, amándolos y venerándolos como los amaba y veneraba, mostraba también su desaprobación. De todas formas, se pirraba por agasajar a los sacerdotes y siempre tenía palabras zalameras y animosas para los ministros del altar, que frecuentaban tanto la casa de nuestro amigo Manuel Ángel López Taillefert. Así lo han experimentado tantos y tantos curas como don Francisco Moreno Aldea, nuestro entrañable Currito, don Antonio Romero Padilla, don Francisco Martín Sirgo, don Diego Capado Quintana, párroco actual de Almonte, etc. etc. Con este último tuvo una especial relación pues se confesaba con él. Don Diego, inolvidable párroco de Nuestra Señora de la Asunción de Almonte y capellán de la ermita de Nuestra Señora del Rocío, fue para él un gran confesor que, con exquisita delicadeza llegaba a las entretelas de su alma. Siempre le estuvo agradecido.
Aparte de la Pastora de Almonte, de cuya Hermandad Matriz fue hermano, Juan, también fue, hermano de Nuestra Hermandad de Nuestra Señora de la Soledad, de la misma villa, de la que fue hermano refundador. El Santo Entierro y nuestra Virgen eran también sus grandes devociones.
Pero, se preguntará el lector de qué le viene a Juan su vinculación con Dos Hermanas. Era el vecino de la derecha de nuestra casa hermandad de El Rocío. Como tal, tuvo mucho trato con la gente de nuestra hermandad. Singularmente, tuvo una gran amistad con la que fue muchos años nuestra casera, Ana López Cardona, esposa de Juan Jiménez Domínguez. Fueron mucho tiempo amigos y vecinos. Ella, por ejemplo, le contaba mis trapisondas en este periódico que divertían enormemente a Juan, sobre todo, cuando nuestra paisana, decía, que los lectores me temían. Y, es cierto, un cierto, valga la redundancia, respeto, parece ser, que se me tiene. Todo sea, para el bien de Dos Hermanas. Pero también recordaba mucho a Francisco Alba Carballido, a su mujer Carmela Claro, a sus hijos, María del Carmen, Rocío -mujer del que fue hermano mayor Jesús Miguel Torres Sánchez- y Francisco Leoncio -nuestro entrañable Paquito-, que fue él, el que me enseñó a llamarlo por este nombre, que recuerda el de su tío Leoncio, presidente que ha sido del Consejo de Hermandades y Cofradías. En fin, ha tratado a toda Dos Hermanas. Le hemos alegrado la vida y también le hemos dado la lata. Él decía que más que Jerez y, eso, que si nosotros somos escandalosos los de Jerez no se quedan detrás. Pero, nos quería, y mucho, y a mí especialmente.
Y sólo me resta hablar de sus amigos. Los tuvo y muchos y todos lo adorábamos. Yo he tenido cuatro amigos como él, Luis Miguel Plaza, Antonio Jesús Jiménez -los de mi infancia-, el gran Pepe Asián –maestro de cofrades que ha dejado huella en innumerables generaciones-, Manuel Ángel López y él. No me cabe duda. Después vienen cientos. Tuvimos un gran amigo común Celestino López Taillefert, fallecido en trágicas circunstancias, vestidor de la Virgen del Rocío y él que le imprimió el sello actual. Él nos unió hasta la muerte, la suya. Después sus hermanos Manuel Ángel y Juan Jesús con su esposa Matilde Lluch Sagrario. Otros grandes amigos son, por supuesto Fina y Pilar Burgos Belinchón, las zapateras, hermanas del gran periodista Antonio Burgos, al que también Juan, como a su esposa Isabel, conocía. Fina era mucho para él, como su esposo, Enrique Rodríguez Luque y su hija Pilar. Juan siempre tuvo vara alta en esa casa, una de las más acogedoras del Rocío. Lo sabe todo el mundo.
Pero también estaban Juan Carlos -nuestro meteorólogo-, Angelita Molina Blanco, Inmaculada Pérez-Vera Hernández -la tita del Manolo Lombo-, su hermano Feliciano con su esposa María, su hermano Juan Rafael con su esposa Tatiana Gutiérrez Peralta, Oliva, Boli Bores, Lupe, Lola Cascajo, Currito y Mari Carmen, el magnífico escritor Juan Villa Díaz y su esposa, la gran médico Rocío Martínez Pérez, Candelaria -nuestra gran matriarca-, África Martínez Moreno y sus hijas María del Carmen y Ana, José Miguel Zamoyski Navarro -primo segundo de nuestro rey, a quien Dios guarde-, Ani y Mari Carmen, nuestras queridas camaristas, etc. etc. Y Manuel Ángel.
Para mí y para Manuel Ángel ha sido un gran amigo que nos ha acompañado en todo momento. Nos ha brindado su amistad, su cariño, su consejo. Nos ha reñido, nos ha advertido, nos ha reconvenido. Le ha dado su aprobación a mis amigas, me ha aconsejado en el trabajo, me ha dicho como debo relacionarme con mi madre y los míos, me ha hecho recordar a mi padre. Con mi madre y, sobre todo, con mi tía sor Valme ha entablado una gran y sólida amistad.
Hoy, ya no está. Ha dejado un hueco que nadie puede llenar. Sólo Dios. Descanse en paz este gran devoto de la verdadera Pastora. Goce de la paz eterna y participe, como todos, del banquete de bodas del Cordero.