1990
La Academia de Taquigrafía y Mecanografía de Guillermina Sáez estaba ubicada en la calle Lope de Vega
Ningún cartel anuncia comercio alguno en la fachada del nº 45 de la calle Lope de Vega. Sin embargo, su puerta es un trasiego de gente que sale y entra mañana y tarde. Si se presta atención, son todos muy jóvenes y en su mayoría, chicas. ¿Qué es lo que motiva tal flujo de gente en esa casa?
Es la Academia de Taquigrafía y Mecanografía de Guillermina Sáez. No necesita publicidad. Es bien conocida en el pueblo, sobre todo por los padres que desean una mejor formación académica para sus hijos. Aquí aprenden taquigrafía (“el arte de escribir a la velocidad a la que se habla”) y a escribir a máquina, requisito hoy día indispensable en un currículum, en especial para las chicas que aspiran a un trabajo de oficina. Con unos 15 alumnos por hora, que pagan 25 pesetas al mes, es negocio más que suficiente para la familia. Vistos los ingresos, su marido, Rafael García Rivas, ha visto oportuno cerrar el bar que regentaba en El Arenal.
El salón se quedó pequeño
Guillermina Sáez Alfaro, todavía soltera, trabajaba en un kiosco vendiendo billetes de Los Amarillos. Cuando decidió estudiar Taquimecanografía en Sevilla, quizá no era consciente de la gran inversión que estaba haciendo. Un día, una maestra amiga, Doña Carmen, de la calle El Ejido, la llamó pidiéndole que le diera clases a una compañera que quería aprender. Fue su primera alumna. Se compró una máquina de escribir portátil. Pronto se corrió la voz, se puso de moda la mecanografía y empezó a recibir más alumnos en el salón de su casa, entonces en calle Aníbal González. Aquella casa, en la que vivían desde que se casaron en 1952, acabó quedándose pequeña. Decidieron comprarse la actual, en calle Lope de Vega. Desde entonces, iniciada ya la década de los 60, la lista de alumnos no ha parado de crecer. Sus métodos son tan eficaces que tiene hasta alumnos en lista de espera.
El salón, alicatado con unos peculiares azulejos marrones y presidido por una imagen del Gran Poder, está dividido en dos partes. A la derecha, en una mesa a la luz de la cristalera del patio, Guillermina sienta a sus cuatro o cinco alumnas de taquigrafía. Les dicta y las pone a traducir los signos que han escrito. Aprovecha entonces para acudir al otro lado del salón, donde el resto de alumnos mecanografía textos en cada una de las 15 Olivetti que ella ha ido adquiriendo para la academia. Los novatos comienzan con el aprendizaje de las teclas: p,o,i,u,y…q,w,e,r, t. “No miréis al teclado, mirad a la pared”, les dice. Tiene dotes para la docencia: es inteligente, sabe dar órdenes y reñir sin aspavientos. Los alumnos de un nivel medio escriben ya palabras sueltas, frases y hasta cartas comerciales, que copian de unos folios protegidos por plásticos para evitar su deterioro. Algún alumno avanzado, como Antonio Murube, se afana en la máquina más difícil: una “Underground” con un duro teclado de hierro. Es con la que se alcanza mayor velocidad. Fue este chico el que, con 390 pulsaciones por minuto, se proclamó campeón de “El rey del panal”, un concurso con el que Guilermina los motiva a mecanografiar lo más rápido posible. Gana quien más letras escriba de la fábula de Samaniego: “A un panal de rica miel dos mil moscas acudieron…” A sus alumnos aventajados, les ha enseñado incluso a hacer dibujos artísticos con los signos del teclado.
Una vez llamó a la puerta la policía secreta. Uno de los alumnos era primo de “El Lute”, que estaba en búsqueda y captura. Querían saber si el niño no estaría comunicándose con él a través de “mensajes en clave” escritos a máquina.
Reina siempre un buen ambiente en la academia. Han celebrado allí algún cumpleaños y han hecho juntos alguna excursión. Pero estamos en 1990 y Guillermina ya tiene 67 años. Está algo cansada. A veces pasea la vista perdida a través de los cristales del patio y piensa que quizá sea hora de descansar y cerrar la academia. Empieza a pensar en la jubilación.