Tras superar una dura infancia, este nazareno nacido en 1933 se hizo policía y dirigió el tráfico en Sevilla antes de la llegada de los semáforos
Entro con mi mascarilla en casa de Manuel Ruíz Domínguez. Él, para demostrarme que ni el coronavirus ni nada puede con su salud, se pone a dar saltos en el salón como si estuviera en clase de gimnasia. Le sobra energía a este nazareno de 87 años.
¿Dónde nació?
Nací el 19 de enero de 1933 en la portería del colegio del cementerio. Mi madre era la portera y ya tenía 6 hijos; yo fui el séptimo y el último.
¿Qué recuerda de su infancia?
Transcurrió entera en aquella plazoleta junto a la capilla de San Sebastián. Jugábamos con una pelota de trapo y con unos carritos que un señor vendía a peseta. Gritaba: “¡Acudid, chiquillos, acudid con ganas, que el tío de los carritos se va mañana!”
¿Cuándo cambió todo?
Cuando murió mi padre, José Ruiz Martín, que era chófer de un Ford de 8 cilindros. Tuvo un accidente, ahí en Barranco. Al quedarse viuda, mi madre fue colocando a todos mis hermanos con familiares o amigos y se quedó solo conmigo. Tuvo que dejar la portería y empezamos una vida ambulante de pueblo en pueblo, trabajando en lo que podía, sobre todo limpiando suelos, de rodillas, en las casas. Hasta que un día se colocó en una casa en Morón. Como no tenía dónde dejarme, me dejaba todo el día solo en la plaza esa donde hay un gallo y me recogía ya casi de noche.
Me quitaron los piojos y me daban de comer, pero también me obligaban a entrar en las huertas y robar naranjas… me escapé de ellos con 5 años
¿Y qué hacía allí?
Nada, me sentaba a esperarla, muerto de hambre. Estábamos en guerra.
Hubo un día en que unos extraños personajes le cambiaron la vida…
Sí, pasaron por Morón unos carruajes de húngaros, que se dedicaban a soldar hojalata, a limar herramientas… Al llegar mi madre, le preguntaron si el niño era suyo. Ella les contestó que sí, pero que no tenía dónde dejarlo. Entonces, se brindaron a “recogerme”. “Somos un matrimonio sin hijos, ¿quiere que nos hagamos cargo de él?”, le dijeron. Y aquella fue la última vez que vi a mi madre. Isabel Domínguez Garabito se llamaba. Con el tiempo me enteré de que me había vendido por 10 pesetas. Entonces eso era un dineral.
¿Cómo fue su vida con ellos?
No eran mala gente. Me quitaron los piojos, me daban de comer… aunque también me obligaban a robar. Si pasábamos por un pueblo y había un pajar, me mandaban a que robara paja para las bestias. Me mandaban a robar de todo: naranjas, uvas, melocotones….
¿Cuánto tiempo llevó esa vida nómada con los húngaros?
Unos tres años. Pero me daban mala vida. Un día, en Don Benito, decidí escaparme y me fui andando seis kilómetros hasta Villanueva de la Serena. Me presenté en el Ayuntamiento y les expliqué que estaba “recogío”. Entonces llegaron los húngaros diciendo que eran mis padres y el jefe de los municipales les dijo que eso era imposible, porque el niño era español y ellos húngaros, y ellos reclamaron sus 10 pesetas. El municipal les dio el dinero y los húngaros se fueron. Ahí fue cuando me enteré del precio que me había puesto mi madre.
¿Las autoridades le devolvieron con su familia a Dos Hermanas?
Esa noche dormí en la sede de Falange y por la mañana fui entregado a dos guardias civiles para que me acompañaran en un tren hasta Mérida, donde otra pareja me llevaría a Sevilla. Me dijeron que me montara en el tren, que después iban ellos, y se quedaron charlando. Tal cual entré, me bajé por la otra puerta y regresé al pueblo. Se hicieron cargo de mí el cura y el alcalde. Iban a estrenar un colegio de huérfanos de guerra y me acogieron cuatro años. Allí aprendí a leer; dormíamos en una nave llena de camas. Pero un día… me escapé.
¿Y a dónde fue?
Me escondí en la perrera de un tren, me bajé en Mérida y después me volví a esconder en el tren que iba a Sevilla. Cuando llegué a la estación de Córdoba, hoy Plaza de Armas, llegué hasta Dos Hermanas caminando por las vías.
Tenía usted 9 años. ¿Quién se hizo cargo de aquel niño? ¿Su madre?
No, a ella no la volví a ver. Al parecer tuvo una enfermedad mental. Se hizo cargo su hermana, mi tía María, pero ella y su marido me tenían “explotao”, todo el día limpiando y ordeñando las vacas. En 1952 me fui al Servicio Militar.
Hábleme de su etapa de policía municipal en Dos Hermanas.
Me presenté en el Ayuntamiento y el cabo Coscoja me dijo que había una convocatoria de tres plazas de policía municipal. Me presenté. El examen no tenía preguntas, sólo había que redactar un texto. Yo, bien aleccionado por un municipal, escribí: “Encontrándome de servicio en la calle Isaac Peral encontré levantadas varias lozas del acerado, por lo que solicito sean arregladas”. Ya está. Con eso aprobé y conseguí el puesto.
¿Cuánto tiempo fue policía aquí?
Entre 1959 y 1963. Pero no me gustaba, todos los franquistas del pueblo iban con pistola. Hasta el cura, un tal “Pescaílla”, llevaba pistola, y el del Ave María también.
¿Por esa razón se fue a Sevilla?
Por eso y porque ganaba sólo 866 pesetas. Trabajaba de policía en el turno de noche y de día me iba a pintar a las Casas Baratas. Estaba ya casado desde 1957 y tenía varios hijos. He tenido 7 con mi esposa aquí presente, Ana Jurado Huzón. Así que me presenté a policía en Sevilla, donde se ganaban 2.500 pesetas. Iba y venía en el “amarillo” hasta que me pude comprar un Seíta. Allí he trabajado 35 años y he sido condecorado con varias distinciones por mi trayectoria y por mi buena disposición.
¿Es verdad que Zurita fue a buscarle a Sevilla? ¿Para qué?
Sí. En 1979, un teniente alcalde de Benítez Rufo, Francisco Morales Zurita, vino a Sevilla pidiendo un instructor de tráfico para que formara a las nuevas mujeres policía que iban a entrar en Dos Hermanas. Pero no quería a uno cualquiera. Dio mi nombre y apellidos porque había oído hablar de mí. Mis jefes me dieron permiso y estuve aquí un mes instruyendo a aquellas compañeras.
Al entrar en su casa, me ha enseñado usted la foto de su madre que tiene colgada en la pared. ¿No le guarda algún tipo de resentimiento por haberle vendido?
No, porque sin ella no estaría ahora mismo aquí, hablando contigo.
Lleva jubilado desde 1999. ¿Cuáles son sus aficiones?
Me gusta leer la Biblia e interpretar sus mensajes y sus metáforas. Soy creyente a mi manera.
En el “Puesto de los Monos” los camioneros me dejaban los cafés pagados
Antes de la llegada de los semáforos, los policías locales eran unos personajes muy conocidos en Sevilla: regular el tráfico era una tarea fundamental. Algunos cruces eran más conflictivos que otros.
El primer día que se asignaron los puestos, Manuel pidió el que nadie quería: el de la Puerta de la Carne: “Era donde había más tráfico en Sevilla. Continuamente salían coches de bomberos y ambulancias del Equipo Quirúrgico”. La razón por la que eligió aquel puesto fue por ser el más cercano a la estación de autobuses. Al terminar el turno, se iba corriendo a coger “el amarillo” para regresar a su casa en Dos Hermanas. Allí estuvo 8 años hasta que se compró un “Seíta”. Entonces pasó a regular el cruce del “Puesto de los Monos”, en la Avenida de La Palmera: “Daba prioridad de paso a los camiones que salían cargados del puerto, ya que por su peso les costaba mucho arrancar. Por eso, cuando iba a desayunar al Puesto de los Monos, me encontraba siete cafés pagados por los camioneros, muy agradecidos. Cuando venían los americanos de Morón, también les daba prioridad, y me regalaban un paquete de tabaco rubio que yo después vendía a un limpiabotas”.
A pesar de que lleva 21 años jubilado, Manuel conserva su silbato, que saca de un cajón, se coloca en la boca y con el que nos hace una muestra de cómo se debe dirigir el tráfico: “Con la mano izquierda cortas los coches que vienen de frente; con el brazo derecho, en perpendicular, paras los coches que vienen por detrás y das paso a los que vienen por la derecha”.