Mujeriego, noctámbulo y bohemio, Joaquín López gozó de una intensa vida
Si hubiera nacido en Chicago, ya tendría dedicada una serie en Netflix, pues su fascinante vida fue ciertamente de cine. Pero el nazareno Joaquín López Cortínez (1940-2002), alias “Joa Tarzán”, es un gran desconocido incluso en su pueblo, Dos Hermanas. Lo poco que se ha escrito de él ponía el foco en su mala vida y en su carácter bohemio. Pero Tarzán fue un personaje peculiar cuya fachada merece la pena trasponer. Para escribir este artículo, además de leer las crónicas de la época (sus combates se suceden, con diversos parones, entre 1967 y 1979), he entrevistado a dos de sus hijos, a su segunda mujer y a varios amigos.
100 kg de peso y un 53 de pie
Fue un hombre de grandes dimensiones. Al nacer pesó siete kilos. “¡Ya no tengo más niños!”, exclamó María, su madre, a la que dejó extenuada en el parto y que ya había dado a luz antes a tres niñas. En su madurez, Joaquín llegó a los 100 kilos, 1’84 de altura y un 53 de pie. En el “Paraero de los Carros”, donde vivía, sus amigos, siendo un chaval, ya le apodaban Tarzán por sus músculos y su melena. Un día fue arrollado por un Seat 1400, que lo lanzó a varios metros de distancia. Según los testigos, Joaquín se levantó y siguió caminando como si no hubiera pasado nada. Así fue su vida: tras cada golpe, se levantaba sin mirar atrás.
Su imponente físico no pasaba desapercibido. Trabajando en el adoquinado de una calle, la gente se paraba a mirarle, admirada. “Mis músculos no son de gimnasio, sino de descargar toneles en el muelle de Sevilla”, explicó a un reportero tras un combate en Barcelona. Trabajó de carpintero, de tonelero, de ayudante de camión y, efectivamente, de estibador en el puerto. Allí un inglés se le acercó un día para ofrecerle un trabajo de extra en el cine. Haría el papel de un preso. “¿Y cuánta tela hay?”, preguntó Tarzán. Cuando el guiri le dijo que 500 pesetas diarias, contestó con chulería que por ese dinero ¡que se fuera a buscar el preso a Inglaterra!
Fama y dinero
Porque lo que él deseaba en la vida era eso: fama y dinero. Y ambas cosas las encuentra en el boxeo, disciplina que en los años 60 y 70 era tan popular en España como el fútbol.
Su punch de izquierda era tan potente que ganaba los combates por “knock out” (k.o.). Cuentan que en la base de Morón tiró a la lona en un santiamén “a un negro americano que daba miedo de solo mirarlo”. Su segunda mujer, Carmen, cuenta: “Era malísimo combatiendo. Decía: ¿por qué voy a pegar a un hombre que no me ha hecho nada? Cuando me haga daño, me defenderé. Así que esperaba a que le pegaran y entonces él devolvía los golpes y dejaba en el suelo al rival”. Las crónicas lo confirman: Tarzán era un boxeador sin técnica pero con puños de acero.
En 1969 se proclama Campeón de Andalucía en Pesos Pesados. Su momento álgido se produce en 1970, cuando vence en cuatro asaltos nada menos que a Urtasun. “Ha nacido un ídolo”, titulaba la prensa deportiva. En el Gran Price de Barcelona, 4.500 personas hacían cola por una entrada para verle luchar con otros pesos pesados. Al francés Expedit Mountcho lo dejó k.o. en solo 50 segundos.
Tras ganar nueve combates consecutivos, Tarzán se viene arriba y en una entrevista reta a luchar contra él al entonces campéon de Europa, el vasco José Manuel Urtain, a quien menosprecia diciendo: “No sabe boxear”. Al “Tigre de Cestona” le aconsejaron no entrar al trapo y nunca llegaron a enfrentarse.
Generoso hasta el exceso
En 1963 Tarzán se casó con una guapa gitana de Sevilla, llamada Luisa Fernández, con quien tuvo una hija. Es esa hija, Marisa, la que nos da la clave de por qué su padre no triunfó en el deporte: “Era un hombre libre que no daba explicaciones de su vida. Era generoso y manirroto. Con la misma velocidad que ganaba el dinero, lo gastaba”. Y relata esta anécdota que muestra su carácter tozudo: “En una pelea le dieron un hachazo en la cabeza y en vez de irse al hospital fue a buscar a un zapatero para que le cosiera la cabeza”. Así era Tarzán.
Apuesto y mujeriego, Tarzán se separa de su esposa en 1966 y, ya en Barcelona, conoce en 1970 a una cántabra muy hippie (la menor de 15 hermanos) de la que se enamora y a la que deja embarazada, ambas cosas en la primera noche. Es Carmen Vélez, con la que el púgil nazareno compartirá el resto de su vida y con quien tiene otros tres hijos: Joaquín Armando (1971), Luis María (1973) y Germán Orlando (1976). Carmen nos ejemplifica así su gran corazón: “Cuando empezó a ganar dinero, su entrenador le dijo que se hiciera trajes a medida, ya que no había ropa de su talla. Un día salía un amigo de la cárcel y Tarzán, al verlo, lo metió en un portal, le dio dinero, y le puso su ropa y sus zapatos. ¡Subió a casa en calzoncillos!”
En 1972 la pareja se instala en Sevilla. Aunque vivían en una casa de vecinos en la Alameda, Tarzán venía a menudo a Dos Hermanas para ver a su hija, que habían adoptado sus tíos. El día de su comunión, como no existía buena relación con los tíos, se tuvo que conformar con ver de lejos a la niña desde una esquina de la iglesia de Santa María Magdalena. “Cuando venía a verme, a veces de madrugada, se ponía junto a mi camita y lloraba, no sé si por remordimiento”, evoca su hija Marisa con un nudo en la garganta.
Cartas en Las Golondrinas
Aunque entre 1976 y 1977 parece resucitar con dos combates en Chapina, su falta de disciplina y la pérdida de la forma física le hacen desistir y abandona el cuadrilátero. Jugó al rugby y trabajó de portero de algunos locales. Se ha contado que se dedicó al proxenetismo e incluso coqueteó con la delincuencia, pero su mujer niega esto último. Sí es verdad que pasó por la cárcel: la primera vez por desertar de la legión en El Aaiún (“los legionarios son todos maricones y chivatas”, decía) y otra vez por destrozar de madrugada el escaparate de una pastelería porque a su acompañante “se le antojó un dulce”. Su hija mantiene que era sensible, romántico y nada agresivo: “Defendía a sus amigos y muchos se aprovecharon de él. Todos le dieron la espalda”.
Carmen nos da más pistas sobre sus andanzas en Sevilla: “Se ganaba la vida de guardaespaldas del abogado Juan Mauduit y sobre todo se dedicó a jugar a las cartas en Las Golondrinas”. Su primo, el nazareno Rafael Varela, confirma que, cuando tenía un golpe de suerte a las cartas, “me convidaba en el Restaurante La Isla. Pedía un buen vino y un mero a la cazuela. A veces pagaba y otras dejaba fiao”.
Una vez le tocaron 28 millones de pesetas en la lotería. Pagó un año de comunidad, compró cuatro coches (“uno para él y otro para cada uno de mis hijos”, cuenta Carmen) y el resto se lo fundió en la noche, donde mejor se movía. Lola Flores, María Jiménez, Bambino o La Sansona estaban entre sus amistades. Aunque le encantaba estar con su familia, Tarzán pasaba poco tiempo en casa. “Era muy buen hijo, muy buen padre y muy putero”, admite su mujer. “A mí me dejaba en casa, venían a buscarlo en un descapotable lleno de mujeres, pero no se acostaba con ellas. Le gustaba tenerlas cerca para presumir. Para hacer el amor ya tengo a mi chiquitina, decía”.
“Yo le acepté como era, aunque a veces me podían los celos. Una vez me provoqué sangre en la nariz y me unté de sangre las muñecas. Me hice la desmayada cuando llegó, y al ver la sangre, me dijo: Loqui, ¿te has cortao las venas? ¿Te quieres matar? Y me cogió por los tobillos y me colgó boca abajo de ese balcón que ves ahí. ¡Si te quieres matar, ahora mismo te tiro!”
En 1988, Tarzán es un personaje tan consolidado en la noche sevillana que Jesús Quintero lo entrevista en “El perro verde” en TVE. Iba con las uñas pintadas de negro.
“Estando ya enfermo de cáncer de pulmón me dijo, con el oxígeno puesto: Loqui, ¿por qué me has aguantado tanto? ¡Qué buena eres, y qué cabrón he sido contigo! Pero yo no me arrepiento de nada con mi viejo, acepté lo que él era. Fuimos felices a nuestra manera”, dice mientras acaricia la urna funeraria donde reposan sus cenizas.
Joaquín López “Tarzán” fue un nazareno único e inimitable. A veces actuó de forma reprochable, loable otras. Rozó la gloria, se revolcó en el lodo, pero vivió intensamente y sin prejuicios, como quiso o como pudo, sin temer nunca el qué dirán.